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Cumplir

 

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La torta era un bizcochuelo de vainilla tapizado con grana verde; tenía, además,  un camino de grana anaranjada  bordeado por un cerco bajo y ondulante de dulce de leche. Al final del camino había un hongo de tallo blanco y sombrero rojo con pintas celestes. Un hongo con puerta y ventanas, con una pequeña chimenea de cartón clavada en el sombrero. El hongo era la casa vacía de seis Pitufos de plástico que más temprano yo había arrancado en un ataque de furia. Yo era grande, tenía siete años, no quería Pitufos. En la torta habían quedado todavía las huellas diminutas  de los juguetes (se ven en las fotos). Había llorado y gritado; había dicho que nadie tenía la menor idea de lo que me gustaba. Había desairado a todos, desbaratado la sorpresa; había menospreciado el esfuerzo. No lo sabía. Hasta hacía poco, cuando volvía del trabajo, mi papá escondía en los bolsillos paquetes de figuritas celestes con calcomanías de los Pitufos y las dejaba apenas asomar desde el bolsillo para que yo me abalanzara sobre él, abrazándole las piernas. Mi mamá me lavaba cada dos días el mismo piyama blanco con estampas de Pitufos y se apuraba a secarlo porque era la única ropa con la que me gustaba dormir. Pero ahora, de pronto, todo eso era parte de un pasado remoto y humillante. Así de fácil. El hongo de la torta había sobrevivido gracias a mi abuelo. Me dijo que, sin los Pitufos, la casa de hongo, así sola, en el bosque, le hacía acordar a la plaza de Guaminí. Me dijo que cuando en Guaminí levantaron en la plaza el edificio con forma de cohete, con forma de monstruo de piedra enorme, de hongo, por qué no, de hongo impávido y gigante, no creció más pasto en la plaza y la gente dejó de ir y una niebla espesa, parecida a la crema, pero como si la crema estuviera muerta, como si la crema se hubiera convertido en un alma en pena, en un fantasma, cubrió el suelo y disecó los troncos grises de los árboles. Me habló sin pestañar, me habló en secreto y me convenció de que mi torta de cumpleaños de grana verde y anaranjada, no era una cosa de nenes, era lúgubre y misteriosa.
Cuando soplé las siete velas celestes, mi abuelo me pidió que por favor dijera un conjuro. Era algo que los habitantes de Guaminí decían cada vez que pasaban frente a la plaza. “Que no estén en mí, que no se queden tus fantasmas”.

C.V.

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Tendría que mencionar, antes que nada, un pastillero. Azul en la base plástica, coronado por una cabeza del gato Silvestre: contar cómo lo veo caer de mis manos hacia la rejilla de la cocina. El primer recuerdo que tengo es esa pérdida, esa desaparición. Mi mamá diciendo que lo que se cae no vuele, que lo que se pierde no se recupera. No estoy seguro, pero debería ser. Tiene que haber resonado en el aire una frase como aquella. Se dicen esas cosas en los primeros recuerdos. Sentencias sintéticas, leyes que se labran como tatuajes en la corteza. Eso acerca de mis primeros dos años. No mucho más. Ahí empezó todo, en esa cocina, según parece, si soy sincero y repito lo que recuerdo. Una tele en blanco y negro pasando el show de los Muppets. El traqueteo de las escaleras desde el cochecito. O tal vez encima de un triciclo. Podría ser. Aunque no sé. Dos años: era chico todavía para eso. El regazo de mi abuela, sus blusas negras y sus cadenas con cruces. La cara dorada de Dios entre sus pechos blandos. Me acuerdo del olor a laurel en sus manos frías, el sonido de sus uñas pintadas. Sonaban solas, sin chocarse. Cuando las agitaba delante de mi cara para hacerme reír también exhalaban olor a tabaco y maquillaje mezclados. Me hacía reír el movimiento de las manos. No sé explicar lo que recuerdo. Pero si me piden que cuente una historia, con eso que no entiendo debería decir quién soy. Si soy sincero. No es el caso. Pero si lo fuera, tendría que agregar las alas de los alguaciles zumbando encima de la pileta de plástico celeste. Las manos juntas en el rezo de la zambullida, la malla azul con veleros dibujados. Por alguna razón ahí están firmes todas esas imágenes desteñidas si pienso quién soy, gritando con colores saturados de Polaroid: fragmentos que podrían ser datos fundamentales a la hora de tomar la decisión de darme o no un arma cargada, dejarme solo en una habitación con tres mujeres. Todo lo que no se puede capturar en las cartas de presentación, en esos banderines que intercambiamos y que están ahí (por triplicado) encima de la mesa blanca. Tendría que decir que mi historia es una torta de cumpleaños con la momia y el diablo hechos de cartón, las piñatas explotadas con cigarrillos, la boca infantil buscando caramelos en el talco. La oración al ángel de la guarda todas las noches, pidiendo ser un astro del yo-yo, con un blazer bordó lustrado y sedoso, completar la colección de revistas antiguas seleccionadas cada tarde de sábado en el Parque Centenario, que ella me volviera a mirar como esa vez, para poder ahora sí, decir lo que tenía que decir y no regurgitar ese balbuceo de pichoncito tuerto.
Lo que viene atropellando, levantando el polvo como animales salvajes mezclados: los ruidos de las tardes que pasábamos fumando en los videojuegos, los golpes en la espalda de mi hermano para desatorarlo y salvarlo quizás (no una vez, varias) de la muerte, las ganas de morir de pronto en la sala de espera del dentista, el gusto frío y ácido de los jugos congelados en bolsitas de plástico. Debería resumir los silencios espesos, cálidos, en el teléfono con mis novias adolescentes; el día en el que dos chicos grandes (de siete o de ocho, enormes y rubios como el fuego) me dejaron solo en una cueva con olor a mierda de murciélago; el terror que de repente me empezó a invadir el pecho y las rodillas a que un día porque sí mi papá no volviera a casa nunca más y nos dejara solos. Y eso nada más para empezar, porque está también lo que los demás podrían contar si hiciera falta. Historias minúsculas de tipos que me cruzaron en el baño de una oficina: “parecía una persona bastante normal”, dirían siguiendo el parlamento que suelen pronunciar los testigos de un crimen o un suicidio, como si esa clase de acciones involucraran siempre la marginalidad, la exclusión de la norma; o para demostrar  su atención a los detalles, para despertar sospechas y llenar el aire de suspicacia y misterio (para no aburrirse nada más) dirían: “se lo veía nervioso, tosía como una mujer enfrente del espejo, se limpiaba con demasiado reparo la comisura de los labios”. Dirían: “no hablaba nunca, no contaba mucho de él: era raro”. Mujeres con las que una sola vez nos desnudamos y nos revolcamos un rato podrían decir de qué hablamos esas noches, qué nombres nos inventamos, qué exabruptos perpetré para forzar la risa. Hablando de ellas, de sus recuerdos borrosos, podrían sumar esas esquirlas a mi historia. Y lo que no digo, lo que escondo, como todos: las miserias, también deberían agregarse. De la masturbación burocrática a los deseos infantiles sostenidos: ser mejor que los demás, estar en el centro del mundo, que me miren a mí y no a otros, a nadie más, todo el tiempo. De lo que sueño y de las noches en blanco, del modo en que revuelvo sin pensar en nada los ingredientes de un guiso o una sopa cociéndose. Del gusto que los helados tenían a los seis, a los catorce a los veinte años y de las ideas asesinas que crepitaban como guano ardiente en mi cabeza, las tardes que pasaba escuchando a los Doors en mi pieza y odiándolos a todos. O tal vez tendría que incorporar a mi respuesta también lo que no hago, lo que con disciplina omito siempre y me obligo a dejar fuera de mí. Decir que demoro a propósito el paso para evitar conversaciones con gente conocida a medias, que nunca leo manuales de instrucciones, que espero siempre a que los demás digan sus cosas antes de hablar y que, de poder lograrlo, no hablo nunca, me callo. Que no uso mi segundo nombre, que no beso a los hombres cuando saludo, que evito llevar paraguas incluso en las más obvias, en las más severas tormentas. Si es cuestión de sumar y entrelazar eslabones que encadenen el sentido tendría que tener, además, un cierre posible para esa historia, un punto culminante en el que todas las líneas convergieran con naturalidad. Algo como el Cielo de la Biblia o el suicido de las novelas rusas. Pero no tengo nada de eso, y está todo anotado, lo que interesa, en una hoja de papel. 

Bisnesclas

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Era entonces un momento de cosas grandes para los rubios y las camionetas de doce cilindros. No estaba bien no mostrar, como sí luego; no era la moda todavía esconder la ostentación y disfrazar el lujo de austeridad compactándolo. Néstor Nielsen y sus compañeros (amigos eran los que no hablaban de plata, los que sabían –y compartían, mayormente- sus mutuos árboles genealógicos. Pocos. Una mano. Todos los demás, compañeros) habían estado en China y en Egipto alguna vez, en la India, y sabían que el Arte de la Guerra y los preceptos del budismo (¿El Tao?), la meditación y la música ecléctica (casi azarosa, si eran sinceros) del sitar, encontraban su traducción al lenguaje de todos los días, su aterrizaje en el mundo real, en las transacciones comerciales que hacían y deshacían sobre sus escritorios. Por eso no hablaban de sus viajes, como sí hacían los otros (que éramos entonces yo, por ejemplo, y mi mujer, y mis amigos y los amigos de mi mujer y un montón de gente que puesta en fila se parecería bastante a un muestrario del género humano listo para ser evaluado por un científico extraterrestre para estamparle a todo el conjunto un sello que lo clasificara como “la gente”), contando el color de los ríos, el gusto de las frutas y los pescados, el tamaño desconsolador de los monumentos, y se inclinaban más que por un realismo descriptivo y literal, por el simbolismo y la metáfora. El Mercado era el campo de batalla que describía Sun Tzu, la reencarnación una forma de ver la flexibilidad de las relaciones laborales y la construcción de las pirámides egipcias un ejemplo de organización empresarial. Ellos en todo veían otra cosa. Y esa cosa que veían, por lo general, eran ellos.

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Una parte de algo que todavía no es nada:

Dije durante mucho tiempo, y en realidad no se si fue mucho o fue poco. Fue, sí, suficiente. Un período robusto y abatido que puede recostarse a descansar sobre una pared de la memoria y ser llamado “entonces”. Como en los sueños, el tiempo, entonces, era a la vez ese y era otro. Los que vivíamos ahí éramos a la vez esa permanencia que nos ayuda a no gritar de terror cuando nos vemos mover las manos o separar con el tenedor el puré de las albóndigas y la discontinuidad impenetrable del azar. Éramos y a la vez estábamos. Con todo lo que implica. Se sabe. Lo mismo nuestros protones que los de las mesas o las pirañas. Éramos nosotros otra cosa entonces, aunque como prometen las religiones más viejas, las tablas periódicas, éramos parte de todo. Yo, por ahí se empieza, era joven. No como ahora, joven en serio, con documento de joven, con un porte y un rostro similar, sí, al de ahora, pero más tenso; era la piel sin manchas pardas debajo de los ojos, sin grises en el pelo, lo esencial del entusiasmo saliendo en risa sin premeditación y arrebatos de idealismo hacia el futuro y las caderas femeninas. Era el trabajo postergado, el tiempo adelante siempre lanzado con una gomera. Era una silueta recortada tambaleante y en blanco que a mí mismo me decía, como en un sueño, lo dije: “Acá estoy, ¿Qué vas a hacer conmigo?”.

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De a sílabas, cuando tengo algo de tiempo, cuando en casa todos se duermen, sigo escribiendo cuentos. Esto, por ejemplo, es un pedazo de uno:

Sebastián es de otra época, de esta época. Aunque es joven todavía, la época de Diego ya pasó. Todas sus referencias tienen encima una capa de polvo: Martina Navratilova, Indiana Jones, los videoclubes, los teléfonos públicos, el cura saludando en el cierre de transmisión, los chocolates Jack, Ozzy Osbourne. Es de una época en la que podía preguntarle a los demás cuál sería su propio día de la Marmota y que lo entiendan.

Parado al lado de los probadores, fatalmente, Sebastián también se hace viejo. No es algo bueno ni malo, es el tiempo. Cada treinta minutos se hace viejo uno ahora, se le pasa la época.  Y eso no deja de ser un consuelo para Diego. En media hora, cuando Sebastián cuente sus proezas lúdicas, nadie va a saber qué mierda eran los Ungry Birds.  Y, como él, joven todavía, va a estar fuera de moda, fuera del mundo.

 

Julian Barnes se parece un poco al papá de Mafalda. Fisicamente digo, lo vi en algunas fotos, pero además lo vi una vez en persona, cuando vino a Buenos Aires a presentar su libro Arthur & George en el MALBA. No me acuerdo nada de lo que dijo esa vez. Me acuerdo que era alto y alevosamente inglés. Y que se parecía al papá de Mafalda, un poco más viejo y en versión británica. También me acuerdo que mi esposa (mi novia entonces, el tiempo pasa, y esto no es un comentario inocente, ya verán) ganó un libro autografiado por él que está en nuestra biblioteca. Arthur & George, claro. Tiene la letra chiquita Barnes, casi infantil. Nunca lo leímos. Pero va a seguir ahí en la biblioteca cuando Barnes se muera. Probablemente.

Leímos otros libros de Barnes. Mi esposa más. Yo solamente tres: «El loro de Flaubert», uno de cuentos, y ahora «Nada que temer».

De este último quiero contar algunas cosas porque me parece que no leerlo es un error. O sea, no dedicar cierto tiempo de nuestra vida a leer ese libro de unas 300 páginas y sí a cosas como buscar música que se parezca (según un algoritmo sordo) a lo que solemos escuchar o las notas de Página 12, La Nación o lo que sea que nos confirme en nuestra necedad (sea esta del partido y el dogma que se les ocurra), me parece que es desaprovechar algunas de las cualidades que nos diferencian (minimamente, es cierto, pero nos diferencian) de los mandriles.

Hay un reloj en la tapa del libro, ¿vieron? Bueno. Leerlo es aprovechar el tiempo.

Ojo, aviso: «Nada que temer» es un libro que habla acerca de la muerte. Partidarios del entretenimiento inocuo abstenerse… Bueno, en realidad no. La verdad es que los partidarios del entretenimiento inocuo deberían ser unos de los primeros en sentarse y leérselo de un tirón. A lo mejor los despabila y sienten ganas de colar entre Millenium y Millenium algo que les active la parte útil del cerebro. Además tampoco el libro es aburrido ni mucho menos. Lejos de eso, si algo no es aburrido es el temario que toca Barnes en este libro: la religión, la muerte, el envejecimiento, las relaciones familiares, la trascendencia, la inmortalidad, el arte. En fin, cosas que costaría meter en 140 caracteres, aunque algunos aventureros lo intenten en estos días en un acto audaz sí, aunque algo idiota, como la mayoría de los desafíos que derivan en récords mundiales.

Lo cierto es que «Nada que temer» es un libro honesto de alguien que no cree en Dios, pero lo extraña. Un tipo que ya llegado a viejo, advierte que hay varias cosas inevitables en las que tendría que ir pensando y, para tratar de entenderlas, escribe. Parece una biografía, pero no, es una vida que se cuenta. Es una vida que se trata de explicar explicando al mundo, a veces, otras, explicando las rabietas de una madre porque su esposo no llegó a usar las pantuflas que ella le había comprado cometiendo la brutalidad de morir antes de estrenarlas. Una vida que trata de explicar que las cosas no se explican. No es una biografía, porque, al fin y al cabo que el que cuente todo esto sea Julian Barnes, el inglés con cara de papá de Mafalda, es lo que menos importa. También hay otras voces en el libro, la de Jules Renard que anotó tantas cosas en su diario de hace más de dos siglos que parece que siempre va a haber una frase en ese libro que sirva exactamente para lo que necesitamos, de un Nietzsche quisquilloso, de un hermano demasiado lógico, de Montaigne en su torre, Flaubert, Ravel o Larkin. Todas voces de muertos. Y todas a su manera, nos dicen lo mismo, que no hay nada que temer en saber cómo son las cosas. Porque no hay muchas maneras. Hay una. Y este libro ayuda a entenderla un poquito.

Léanlo sin miedo. Rápido. Deja gusto a verdad en la boca. A último suspiro.

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Yo sabía que Apollo XI era un cohete. Había un dibujo en el vidrio de la peluquería. Tosco, casi infantil, pero suficiente.  Mi papá me dijo además que era el cohete con el que el hombre había llegado a la Luna. Entonces supe también eso.  ¿Y por qué no seguían yendo a la Luna? Porque habían ido varias veces ya, varias naves y no habían encontrado nada. En la Luna no había nada que hacer.

Cuando me sentaban en la silla alta y me envolvían con el mameluco negro y sin mangas, mi papá decía una sola palabra: “Corto”. Después se sentaba a esperar en un asiento largo que ocupaba la pared entera. Le ofrecían café y él a veces lo tomaba y a veces no.  Yo lo veía desde el espejo. Y también veía pasar a la gente por la calle Congreso. A algunos los veía primero  en el espejo, caminando desde Cabildo hacia Vuelta de Obligado y aparecer después de pronto al costado, del otro lado del vidrio; a otros los veía de golpe en la vereda y los seguía  hasta que se perdían en la avenida, adentro del espejo.  No hacía nada más. El peluquero no me hablaba, porque yo era un chico. Me movía la cabeza, me apretaba las orejas o me levantaba un poco el mentón dependiendo de la parte que quisiera  cortar. No sonaban teléfonos, no había un televisor en el techo. Había música, sí. Me acuerdo de eso, porque el peluquero tarareaba las canciones.

Durante el rato que me cortaban el pelo mi papá no hacía nada. No leía revistas ni chequeaba sus mails, ni escuchaba música con auriculares, ni mandaba mensajes de texto. No había eso en esos años. No leía el diario (ya lo había leído, siempre íbamos a la tarde), no escribía cifras en una agenda. Tomaba su café, si lo había aceptado, miraba hacia fuera, como yo, a la gente que pasaba o me miraba en el espejo con una cara distraída que yo nunca sabía descifrar si era de aprobación o de espanto.  Estaba ahí, como en la Luna, sin hacer nada.

Me mostraban la nuca en un espejo de mano. Me decían “¿Está bien?”. Me daba vértigo verme de espaldas, me gustaba. Siempre decía que sí, que estaba bien. Cuando nos íbamos mi papá le daba la mano al peluquero y le deslizaba un billete de propina.

Siempre que salíamos de la peluquería mi papá me decía “A ver cuánto te dura”. Los dos sabíamos que duraba siempre más o menos lo mismo. Hablábamos por hablar, porque no había nada más que hacer.  Hablábamos porque podíamos.

Yo había leído a Paul Auster.

Si me preguntaban yo decía eso: Ya leí a Paul Auster. Como ya leí a Cortázar, a Henry Miller, a Borges.
Yo había leído a Paul Auster cuando era chico como a todo ese otro montón de  muertos.
Ahora que cumplí 34 años tengo la tendencia a decir cada vez más que algunas cosas las hice «de chico». Hasta no hace mucho, la franja que cubría mi «ser chico» era bastante más acotada, pero ahora meto ahí todo lo que hice entre los  seis y los veintidos años.
Hasta ahí fui chico: hasta los veintidos. Antes de los seis, probablemente nada.

Como sea, a Paul Auster  ya lo había leído.
Hace poco salió un libro nuevo de Paul Auster, «Diario de Invierno», y me llamó la atención su tema: un diario personal que pretendía contar todas las experiencias propias desde el cuerpo: una acumulación de golpes, dolores, sensaciones físicas, movimientos, mudanzas, novias y amantes, impactos emocionales.
Así que fui y lo compré, pero apenas empecé a leerlo me acordé de que tenía otro libro suyo sin leer en la biblioteca («La invención de la soledad») y opté por empezar con ese.
Era raro leer a Paul Auster ahora de grande, porque ya lo había leído antes de chico. El Paul Auster que había leído de chico era un escritor para escritores, un tipo que, amparado en algunos tópicos de las novelas policiales escribía acerca de la vocación literaria, de los libros que se esconden en los libros, de cosas tan universales y tan abstractas como las personalidades múltiples, los recorridos circulares del azar, la trama espesa y porosa de las historias, la dimensión caleidoscopica de las ciudades. Era una voz literaria que describía un mundo literario, la voz de un escritor adentro de un libro.
El Paul Auster que me encontré ahora era un poco distinto. Seguramente porque no era Paul Auster, yo a Paul Auster ya lo había leído, ya le había sacado la ficha y lo había dejado estacionado en esa franja de tiempo que avanza  y se hincha como la marea con cada paso que doy hacia la madurez: mi juventud. Era lógico que este tipo que hablaba de la muerte de su padre, de cómo trataba de conocerlo y se le escapaba cada vez, de los libros que había leído tratando de mantenerse fiel a su idea de no hacer otra cosa para vivir (inventar, por ejemplo, juegos de cartas que súbitamente lo volvieran rico), de sus granos en el culo, de sus malas decisiones amorosas, de las obsesiones de su madre, de las mentiras que afianzaban los lazos familiares, de las lesiones en partidos de baseball jugados abajo de la lluvia, de las golosinas que a veces, en los aeropuertos, no puede evitar engullir como cuando era un crío, me pareciera tan distinto a aquel otro que había leído cuando todo esto que me contaba este nuevo Paul Auster no me importaba casi nada.

A este Paul Auster nuevo lo empecé a leer en un avión y, mientras cruzaba la cordillera, en el libro apareció tres veces la palabra Andes.  Lo seguí leyendo en  un taxi y, después de que el libro describiera un accidente de auto (uno que casi le cuesta la vida al nuevo Paul Auster) vi un choque furibundo, de esos que le cuestan la vida a la gente, en Panamericana. En casa leí que empezaba el otoño y acá empezó también, de este lado del libro, pero eso es lo  habitual, cosas que pasan.

Cuando terminé «La invención de la soledad» y «Diario de invierno», empecé otro libro de Paul Auster, uno que se llama «Experimentos con la verdad» y que recopila algunos ensayos y entrevistas. En ese libro este Paul Auster nuevo dice que a él le pasan cosas raras; que la vida está llena de cosas raras que pasan y que si uno cree que sólo pasan en las novelas, que son algo forzado por la voluntad de un escritor de querer agregarle misterio a la vida se equivoca. Dice, en síntesis, que hay más misterio en la vida que en los libros.

Yo me di cuenta de que el nuevo Paul Auster me hablaba a mí. Tal vez porque yo había decidido encapsularlo en ese otro Paul Auster de mi juventud y ahora tenía que dejarme en claro que yo a él, a este que seguía vivo y hablando (igual que los otros muertos), todavía no había empezado a leerlo.
Como yo ya soy grande (no un chico), tengo mis propias opiniones, y creo que el nuevo Paul Auster  cuando dice lo que dice acerca de los libros y la vida, quiere decir que hay misterio en la vida, pero que uno puede verlo o no. En general, los tipos como él lo ven y por eso tienden a escribir libros que nos lo ponen en evidencia.
Nombrándonos los Andes cuando los sobrevolamos, o puntuando todas las rutas con accidentes casi fatales. O haciendo sonar el teléfono de la casa de mis padres (ahora, esto es verdad) y que del otro lado una voz pregunte: «¿Agencia?». ¿Leyeron como yo leí, de chico, «Las ciudades de cristal»? Empieza ese libro también con esa misma llamada telefónica. El nuevo Paul Auster y yo nos entendemos mejor que antes. No somos chicos ya y estamos aprendiendo a lidiar con el misterio, con la vida,  con la literatura.

Estoy en la cola de la librería esperando mi turno. Detrás de mí, una mujer y su hija escuchan a un hombre que les propone comprar un almanaque. La hija dice que ya tienen almanaque, pero la mujer le dice que si quiere comprar uno que vaya y lo elija antes de que los atiendan. El hombre va hasta el mostrador y se pone a revolver los almanaques buscando uno que le guste. La hija le dice a la mujer: «No lo soporto más. No podemos comprar un libro en paz». «Acostumbrate», le contesta la mujer, «Son veinte días más». El hombre vuelve con un almanaque ilustrado con ángeles que tocan trompetas en las nubes. Las dos mujeres le sonríen en silencio.

Presentación

Este sábado 17, en el marco del cierre del año de Ediciones Encendidas, será la presentación de «El Enemigo». Va a haber gente, música y libros. Los que quieran ir avisen y serán bienvenidos

 

Acá un poco del libro:

Especial de Reyes Magos

(Fragmento)

A las siete de la tarde, los contornos, atravesando el río, se desdibujan. Lleva en sus rodillas (rozando la tela gris, rozando la tensión de los cuádriceps) un portafolio de cuero verde con todo lo que necesita y, encima, apoyado, su sombrero. Inclina la cabeza levemente, se asoma por la ventanilla y ve de nuevo los muelles podridos, las casas coloniales, las sombrillas de hojas y caña.
Julián le pregunta a veces por qué todas las cosas en el río son viejas. Para Julián el río es el recorrido de la lancha. Seis kilómetros de agua marrón, muelles podridos, casas coloniales y sombrillas. Hay cosas nuevas, están más lejos, pero le parece mejor responderle que el río se come lo nuevo. Le parece mejor que Julián crea en un río vivo que deglute todo intento de progreso. Prefiere que Julián le diga a Lucía, cuando se sientan en la costa, encima del barro, que tenga cuidado, porque el río muerde, se traga casas, y es mejor no molestarlo con pies inquietos o piedritas.
A medida que se acerca a la costa va creciendo el olor. Es como arrojarse a una zanja, llegar a la estación, como entrar en un panteón lleno de perros muertos.
Con su sombrero entre las manos (apretado entre sus manos) espera que la lancha se detenga del todo y que el hombre que canta (dice “lluvia, dice “mi amor”, dice “volverás”, la canción del hombre que canta) termine de amarrarla al puerto. Conoce la voz que se destaca, el semblante neutro, del hombre que canta entre los otros hombres que se paran y se alisan los pantalones y amoldan sus espaldas a los hombros almidonados de los sacos.
Su sombrero y los sombreros de los otros son anclas que los fijan al suelo. Si los largaran, está seguro, podrían flotar encima del puerto y de la lancha, mezclarse con los vapores tóxicos que la ciudad tose encima de la costa. Cuando se pone de pie y tantea el bolsillo de la camisa buscando el encendedor, buscando los cigarrillos sabe, como el resto, que desde hace unos meses puede explotar, en el mundo, una bomba; que una llamada o un dedo que pulse un botón pueden convertir sus piernas y sus manos, las del resto, en polenta. Así dijeron que quedaban los cuerpos: untados en las paredes como una especie de puré granuloso, de polenta.
También dijeron que era mejor no pensar en esas cosas; que era improbable que el país se viera involucrado en esos asuntos catastróficos, en esas emergencias.
Antes de bajar de la lancha al muelle, del muelle a la plataforma, con el sombrero apretado entre las manos, cruza una mirada con el hombre que antes cantaba y ahora fuma (fuma como él) apoyado en un farol junto al amarradero. Lo conoce (la voz, la canción, el semblante) y, sin embargo, nada representaría para él, nada le generaría ver, encontrar esa cara aún viva y cantando (tan alegre y citadina) después de un holocausto, entre los escombros.

«El enemigo»

Publiqué un libro y esta es la tapa:

El libro se puede conseguir  en:

  • Caterva libros: Esmeralda 887 (Esmeralda y Paraguay, en el centro. La librería tiene un catalogo zarpado de poesía, filosofía y libros raros. Vayan a ver)

 

  • Purr

Santa Fé 2729 (en una galería zarpada que se llama Patio del Liceo y que da para pasear)

  • Lunaria Libros

… Iberá 1629 (Nuñez. A una cuadra de Iberá y Libertador. Los atiende Tomás con extrema amabilidad)

  • El Banquete

La Pampa 2508 (Belgrano. A una cuadra de Cabildo y Pampa. Tienen libros usados además. La mitad de mi biblioteca es de ahí)

  • Cobra Libros

(Aranguren 150. Caballito. Bella esquina barrial)

  • Formosa

(Delgado 1235. Colegiales. Al lado de una plaza lindisima, con varios lugares para tomar algo, da para pasear. Y en Formaosa siempre hay cursos y cosas lindas)

 

Acá dejo el fragmento de uno de sus nueve cuentos:

Alba

(fragmento)

Su padre sabía el nombre de todos los sonidos del bosque. Los identificaba cuando caminaban juntos a cambiar el agua de los animales, y trataba de enseñarle técnicas para que ella pudiera también advertirlos. El bosque, para su padre, para ella, era lo que los demás llamaban el campo.

Los machetazos que partían la sombra de la tarde eran el canto del hornero, gris como el barro sucio de su nido. Cuando cantaba el jilguero, en cambio, se oía re­verberar una garúa de agujas en el fondo de un lago y cada día encajaba una palabra distinta (una palabra exacta) en el fraseo del zorzal. A veces decía “sol”, el zorzal, a veces “verte”. Y había colores, detrás de los cantos: pecas negras y vientres rojo ladrillo; frentes anaranjadas, alas de dorso verde, canela y en ojos de iris negro el marco de un antifaz.

Había otros cantos que parecían más bien ruido, pero su padre decía que no había manera de saber cuándo algo era un ruido, cuándo algo era un canto. La vi­bración metálica en el buche de las ranas trepadoras, las verrugas de los sapos chisporroteando al sol y las nutrias royendo las ramas podridas de los árboles. Todo podía distinguir su padre, caminando hacia los corrales. Le decía que cuando escuchara el sonido de alguien mordiendo una galleta, seguro que era un zo­rro intentando moverse con sigilo entre la cebadilla; que si al pisar el suelo no había ruidos, lo que crecía en la tierra era pasto salado, y era gramilla si con cada paso se escuchaba un roce de muelas microscópicas.

Los lirios y las azucenas no hacían ruido. No emitían sonidos los racimos de flores blancas de las acacias al caer, maduros, al suelo. Sólo el viento se escuchaba en el mundo de las flores, meciendo los rabos gordos y peludos de las cortaderas.

Sabían los sonidos, ella y su familia. Sabían todo del bosque, porque ahí habían nacido; ella, su padre y su abuelo. En el campo. Pero su abuelo no hablaba tanto como su padre. Su abuelo era viejo siempre y callado. Como ella.

Despierta, después de desayunar y de alimentar a Eduardo, va a caminar hacia el chiquero pisando el pasto gastado por los pasos de su madre (un camino vacilante, desconectado) y va a pensar que no es tanto lo que los genes afinen o no el puente de la nariz o enverdezcan el contorno del iris con vapores esmera­lados: lo que se hereda y se arrastra de un padre a un hijo, de un abuelo a un nieto, es una cierta cadencia al hablar, una vocación por la pausa, por el sigilo. Los genes son la partitura de un ritmo.

No va a amenazar aún la tormenta encima del cam­po cuando llene los baldes con verduras y alimento balanceado. El cielo va a seguir siendo de un verde profundo y opaco y apenas unas nubes van a avan­zar por encima de los sauces. También el cielo tenía, según su padre, sus sonidos y sus ritmos y, con entre­namiento, decía, podía preverse el clima escuchando ciertos giros del viento, ciertas vibraciones. Su abuelo, en cambio, como todos los viejos, decía que podía anti­cipar las tormentas por los ruidos de sus huesos. Pero prefería guardarse para él sus vaticinios y, sentado en su sillón, asentía satisfecho cuando empezaba a llover, mirándolos a todos con la suficiencia de aquel que se sabe el único guardián de un secreto.

Parte 2: El mosquito

Una silla. Una mesa. Una cama blanca. Un espejo. Un crucifijo encima de la cama blanca, reflejado en el espejo. Las sábanas almidonadas. Un tubo de luz fluorescente que zumba. La continuación de una grieta que ahora se insinúa detrás de la puerta del baño: una cicatriz enmarcada por una aureola de humedad morada. Las cosas que hay en el baño. Todas. Incluso un rollo de papel higiénico por la mitad o intacto. La puerta blanca con el número 27 gris clavado. Y afuera, las otras puertas iguales, todas con sus números. 28, 26, 25, 22. El pasillo encerado y brillante. Las baldosas blancas imitando el mármol desde hace por lo menos sesenta años. El pasillo que va a de una pared blanca a otra pared blanca y al costado, las escaleras, las dos puertas herméticas de los ascensores. Los cinco botones de cada ascensor, las huellas digitales de los chicos marcadas en las paredes espejadas. La música funcional. Si la hubiera. No la hay. Pero sí el silencio. Ese silencio puro de los ascensores. La luz natural apareciendo en la segunda curva de los escalones, al principio del primer piso, la madeja de ruidos que se infla y se desinfla cuando alguien sale, cuando alguien entra. El polvo mezclado con el sol. El mostrador de la recepción, los sillones de cuero negro, la chica con cara de vainilla que contesta el teléfono, que da indicaciones, que asigna los turnos y termina de trabajar a las diez de la noche. Los zapatos blancos de juguete de las enfermeras, los termómetros y las obleas ásperas de sus bolsillos. Las madres tratando de callar a sus hijos, de mantenerlos quietos hasta que los llamen de los consultorios; los viejos esperando con la espalda vencida mirando los choques de trenes, los números de la quiniela, los culos de las bailarinas en el canal de noticias. El dispensador de agua. Fría y caliente. La máquina de café rota. Las dos placas de metal que cruzan la puerta de vidrio. Un escudo con una serpiente enroscada en un palo. El manco que vende flores y cuida los autos. Su voz gangosa diciendo jazmines, pidiendo una ayuda a voluntad. La vereda rota. El tacho de basura desbordado. Y el olor de ese tacho, dulce, confundiendo a las abejas. Los autos negros, los autos azules, los autos blancos y rojos. Los camiones. La doble hilera de plátanos, las persianas bajas, los maniquíes decapitados en las vidrieras. La brea caliente del suelo, las líneas intermitentes que delimitan los carriles, las cebras peatonales. Las zapatillas y las alpargatas, los perritos que saltan colgando de la correa de sus amos, los zapatos lustrados de los viejos y los policías.  El ruido desarticulado de las voces que gritan en los celulares y los frenos y las sirenas. Las calles que cortan la avenida y van hacia los barrios. Los barrios que huelen a naranja, a bizcocho caliente. La avenida que cruza de una punta a la otra la ciudad y que termina en la ruta. La ruta 6, la ruta 205, la ruta 40. La ruta con quince accidentes semanales y llanura alrededor; la ruta con vacas esparcidas, con teros y charcos y luces titilantes en medio de la nada. Los carteles amarillos y verdes y azules y blancos que señalan curvas y localidades agujereadas con disparos. Las rutas que a veces cruzan casas fantasmas, bajas y herméticas con techos de tejas anaranjadas. Las rotondas con el nombre de los pueblos tallados en madera, debajo de una virgen, de un escudo de chapa, de una bandera. Las casillas empañadas de los policías, los conos fluorescentes, en fila, a dos metros de la banquina. Las linternas iluminando el tablero y la cara contraída del acompañante. Los autos lanzados que no paran. Cohetes. Líneas de fuego. Al final de los caminos, esos pueblos, sí, esa gente en pantuflas y camisón, esas ciudades. Pero además, en los bordes y los costados: el mar y los ríos, las montañas que empiezan en musgo y terminan en piedra o en nieve o en nubes. La selva paraguaya y las islas Kolocep, los campos de cultivos en Samoa, las playas de Santa Mónica y la pirámide de Kukulcán. Postdamer Platz, el glaciar de Usuhaia, los tranvías de Praga, los Pirinieos y el Mausoleo de Minh Mang. Encima la Luna, sonrosada, algunas veces, otra, amarilla. Las estrellas con nombres de dioses, de animales y astrónomos rusos. Plutón, seguramente, Marte, la Vía Láctea entera, otros mundos sin nombre, no descubiertos. Y de nuevo la costra gaseosa de la Tierra ensuciada de antenas y satélites, los cuadrados amarillos, verdes y amarronados que sobrevuelan los aviones (una alfombra de retazos, un cubrecamas), las ovejas, las terrazas, los gorriones gordos sentados en las ramas y un edificio blanco gastado. Y una ventana. Y una habitación. Una silla. Una mesa. Una cama blanca. Y este mosquito en mi brazo entubado con suero. Succionando. O ya no. Si puedo todavía decidir alguna cosa. Este mosquito no. Lo golpeo. Lo hago explotar en mi mano y es una manchita de sangre, patitas retorcidas. Este mosquito no. Pero todo lo demás sí. Todo eso va a seguir ahí, imperturbable, cuando ya no esté yo acá. Dentro de poco. Cuando me muera.

Parte 1. El dragón

Podría ser mar el camino, pero es piedra.  Está apenas comenzando el día y mientras manejo lo que veo es blanco sobre blanco. Si me refriego los ojos para limpiarme el sueño,  los restos de luz me arden en los párpados igual que la espuma que sus manos levantaban de la arena. La espuma que sus labios detrás, apuntándome, soplaban y me mojaba la cara con chispas de agua salada.  No veo el sol, pero ya está arriba y adentro de todo otra vez: blanco sobre blanco. El día en la ruta es una exhalación de fuego mojado. Y para mí es espuma que su aliento disuelve y hace volar hacia mis ojos.  La luz del sol, mientras manejo, el comienzo del día, es lo que sale de su boca soplando.

No hay otros autos en la ruta y adelante puede verse una línea recta interminable salpicada por espejos de agua que van desvaneciéndose siempre a unos metros del parabrisas. Mientras avanzo veo en los espejismos restos de una marea, pozos cerca de una orilla que recuerdo. Veo jugar a cuatro siluetas desgarbadas y ondulantes trepándose a sí mismas, contorsionándose y chapoteando. Son los chicos de la playa. Los chicos grandes del verano en el que tuve diez años. El único verano en el que tuve diez años. Siento los hombros de mi papá debajo de mis nalgas flacas. Los huesos firmes, pétreos de sus hombros recuerdo con los muslos; con los ojos y la piel, con las uñas y el culo, recuerdo, al comenzar el día, en la ruta, esa tarde en la playa.

Se va deshaciendo la bruma y aparecen apenas algunos colores en el campo: los chicos gritan encima del aire quieto de la ruta, las olas rompen contra el paragolpes de mi auto que avanza sobre la piedra y yo,  sentado en los hombros de mi papá, manejo  hacia un horizonte que se mastica a sí mismo. Puedo ver las carreras, los empujones de los chicos de la playa, desde arriba, puedo verlos nadar y presuntuosos volver a la costa pidiendo que le digan cuál fue esta vez el tiempo, si rompieron una vez más su propio record. Envuelto en cal, en luz de leche, blanco sobre blanco, avanzo en la ruta tratando de adivinar qué caras tenían entonces, qué caras tendrán ahora aquellos chicos de la playa y por primera vez desde que recibí la noticia, por primera vez desde que del otro lado del teléfono, la voz burocrática y cándida del médico como en una novela dijo: “pueden ser días, pueden ser horas”, evocando el guión de un millón de actores secundarios dijo: “ya hicimos todo lo que puede hacerse”, lloro.

Tengo en la cara sal y agua mezcladas, tengo espuma;  las chispas de mar que él sopla desde sus manos enormes: sus manos juntas y en jarra ofrecidas igual que las ofrecen los bomberos o los curas o los héroes mitológicos.  “¿Qué es la espuma papá?” “La espuma es luz que se sopla”.

Encima de la piedra aceitosa, las siluetas ondulan y saltan los desniveles del camino, se empujan para zambullirse primero en el mar y corren como si pudieran entender las reglas del juego que proponen las olas. Son chicos aún, no lo saben. Creen ser hombres y me convencen. ¡Son tan seguros y tienen esa atonía socarrona en la voz!  Yo los veo jugar encaramado a los hombros de mi papá, con los ojos todavía ardidos por la espuma y su aliento, agarrado a su mata de pelo crespo. ¿Qué cosas se dicen, qué modo tienen de sonreír o fruncir el entrecejo?, ¿Qué los hace distintos al agua y al sol, a la espuma y la arena? Mi papá me sacude y simula arrojarme hacía atrás y hacia delante, me bambolea, me obliga a gritar, se divierte. Yo soy un chico y se que no soy como los que juegan en la arena. No quiero ser grande, quiero ser eso que soy. Estar ahí arriba.  “¿Qué es la espuma, papá?”, le había dicho. “La espuma es luz que se sopla”. Y la luz, toda la luz, fue lo que levantaron sus manos en jarra y me sopló en los ojos.

¿Cómo es su voz cuando me habla?, ¿Cómo era su voz cuando me hablaba? Todos en mi cabeza hablan con mi voz: él, los chicos, el mar, la mujer que grita auxilio, los vendedores de helado, las gaviotas. La mujer que grita auxilio no tiene ojos, ni nariz, ni nada, solamente una boca que grita y una mano larga que señala entre las olas un punto: uno de los chicos que antes jugaba en la orilla, diminuto, hundido en el filo del mar, alejado, que no vuelve. Tiene mi voz también, pero mi voz cuando no se escucha, el chico que apenas puede verse como un punto que surge y desaparece en el filo del mar.  Y un rumor de voces que son mi voz asustada va creciendo debajo de los hombros que me sostienen y nos arrincona;  un rumor que camina con pies descalzos tratando de saltar el calor pegado a la arena seca.  Los chicos de la playa dejan de moverse y miran el mar paralizados.  Cuando dejan de jugar y de empujarse, de saltar en la orilla, el sol ya es anaranjado y redondo como un pastel de zapallo y puedo ver desde el parabrisas que ya se detuvo en el aire, antes de tocar el suelo, la bruma blanda que arrastraba el amanecer desde la noche. Encima de sus hombros, mirando yo también el mar, pude ver cómo la espuma se encapsulaba y se quedaba tiesa, cómo a mitad de las frases se hacían talco los gritos, se secaban y los brazos que colgaban seguían colgando, los que se apoyaban alrededor de las cinturas ahí se quedaban, quietos.  Y mientras la cabeza diminuta se hundía en el filo del mar, ningún dedo tocó ningún botón en el mundo, no se derritió ningún helado y miles de chicos se detuvieron en medio de los toboganes y nadie llegó a besarse, ni a irse, ni a traicionarse, ni a morir, ni a vivir feliz para siempre en ninguna película. Yo lo supe tan bien, lo vi tan claro. Cómo se congelaban todos los bostezos, las curvas de humo, el rubor incipiente de todas las mejillas.  Y en esa quietud caí de su altura al suelo.  Lo único móvil era yo cayendo y, claro, sus alas. Al principio apenas intuidas, poros rugosos abriendo pequeñas bocas en sus omoplatos. Después,  la primera línea de plumas blancas y negras, los brazos de pronto estirados en cruz y los pies flotando arriba de la arena.  Plumas y escamas doradas cubriendo las manos y la espalda, las piernas uniéndose en el  latigazo de una cola afilada: desde el suelo, todavía maltrecho un poco, caído, yo pude ver el vuelo rasante de su cuerpo de dragón sobre las olas; pude verlo enhebrar los arcos y las rompientes, la espuma encrespada con un movimiento de tirabuzón lubricado y exacto hasta el punto suplicante que se ahogaba en la marea.

Cruzando la ruta vacía, detrás del parabrisas, lo veo de nuevo sobrevolar las ondulaciones del mar mientras todo lo demás, todas las personas, todas las cosas en el mundo, como esa tarde en la playa, para mirarlo a él, para esperarlo, se quedan quietas.  Y vuelve a traer al chico entre las alas y vuelve a apoyarlo de espaldas en la arena y vuelven a mirarme a mí desde los espejos de agua que se desvanecen en la ruta los chicos de la playa y me hablan por primera vez, a mis diez años, me hablan desde sus catorce o quince o hasta dieciséis imponentes ahora de nuevo: “¿Ese es tu papá?”, me dicen y señalan las escamas todavía brillantes y mojadas de su espalda. “¿Es tu papá el dragón que salvó a nuestro amigo?”. .

Leer te quema

 

Estoy leyendo un libro que se llama “Incendios”. Una novela. Leer está bien. Ayuda.
Hoy, por ejemplo, durante el viaje en colectivo hacia el trabajo leí este fragmento:

“Mi padre, súbitamente, se volvió y miró por la ventana. Como si pensara que había alguien en el porche o en el jardín, o en la calle, mirándole, alguien que pudiera servirle de referencia, alguien que pudiera darle una idea de lo que le estaba sucediendo.  La calle, como es lógico, estaba desierta. La nieve caía blandamente en torno a la luz de la farola”.

El libro lo cuenta un chico de quince años. Su padre perdió el trabajo (enseñaba a los ricos del pueblo a jugar al golf. Él no era lo suficientemente bueno para los torneos, pero sí para los ricos) y decidió ir a apagar los incendios forestales. Durante días se extienden los incendios encima y detrás de las colinas que encierran el valle del pueblo (Great Falls, un lugar inexistente, al norte de Estados Unidos) y los hombres van a ganar algo de plata. Es una empresa arriesgada. Durante su estadía en el bosque su padre vio cómo se prendía fuego vivo un oso encima de un árbol, cómo el impulso de las llamas tiraban a un hombre del caballo. Mientras su padre está fuera de casa (son a lo sumo tres o cuatro días), su madre tiene una aventura con otro hombre. No es una aventura, en realidad. Una aventura es apagar incendios forestales, tal vez, pero no acostarse con un viejo, bailar con él en su casa, estar borracha y rendida de pronto. El chico que cuenta ve a su madre hacer lo que hace, la acompaña, por momentos, la entiende.
El fragmento que leí hoy en el colectivo es parte de una escena en la que el padre vuelve a la casa (cubierto de ceniza vuelve, algo culposo por haberlos abandonado unos días. Según cuenta el chico  y pese al poco tiempo de ausencia, más alto y robusto) y la madre le anuncia que se va a vivir a otra parte con otro hombre.
El padre no entiende, claro. No entiende nada. Y leer es bueno porque a todos nos pasa no entender. Y el padre desconcertado tiene la amabilidad, en medio de su pena, de su extrañamiento, de ofrecernos una clave, espiando por la venta empañada a la que todos asomamos como él la cabeza buscando alguien o algo que nos guíe. El padre desconcertado que, delante de su hijo, busca respuestas en la nieve y en la calle; alguien que se pare a su lado y le diga que está bien, que ya va a pasar, que le explique por qué es ese y no otro el espacio que le toca transitar, su circunstancia,  se sacrifica para salvarnos. Se queda para siempre clavado en ese farol de luz amarillenta (imaginamos), lánguido como pelícano; deja que la nieve gris y copiosa, mezclada con la ceniza de los incendios que se apagan en las colinas lo vayan cubriendo. Y nosotros entendemos, gracias a él y a la calle que, “como es lógico”, está desierta, que todas esas veces en las que tanteamos el vacío buscando esa solución que no avanza nunca más allá del tartamudeo, esa palmada en la espalda que nos desatore, estamos avanzando como antes muchos otros hacia la concreción de un destino. Por eso está bueno leer. Si pueden, lean.

 

Hoy el tipo de la librería hablaba de un ladrón de bancos. Parece que es famoso el ladrón, que sale en los diarios. Vendía remeras en Río de Janeiro que decían «El robo del siglo». Había robado en Inglaterra, pero no podían ir a buscarlo a Río. El agua le marca límites a algunas leyes. Pero parece, según decía el tipo de la librería, que el ladrón se enfermó y volvió a Londres para que lo metieran preso y el Estado le pagara la cama y los remedios.
Yo compré un libro de Neruda en la librería. Hay un montón de cosas en la vida que pensamos que ya hicimos, que ya sabemos, pero que en realidad ni una cosa ni la otra. Y la verdad es que, si bien yo tenía desde hace más de quince años varios libros de Neruda en casa y uno tiene la impresión de haberlo escuchado nombrar tanto que ya lo leyó (pasa lo mismo con Don Quijote, con la Biblia, con el Martín Fierro o con la música de Mozart), los había mirado siempre por encima y los había dejado de lado juntando polvo.
El libro que compré se llama Odas elementales. Lo compré porque de casualidad leí una de las odas elementales hace poco, la que habla del presente. Dice algo tan genial, mezcla la vulgaridad tan bien con la sutileza y la epifanía que me temblaron las rodillas.  Las Odas Elementales son poemas que hablan cada uno de un tema (arbitrarios los temas, casi  elegidos al azar) y por momentos parecen habese descascarado de la pared de un baño público o del cuaderno de hojas adornadas con flores y corazones en el que una quinceañera anota sus dramas cotidianos («Hoy lo vi»). Pero de pronto (siempre) enfocan a su objeto con una luz extraña, nueva, dejan que se abra paso lo que tratándose de Neruda podemos decir sin sucumbir a la frivolidad de la vergüenza: la voz del poeta.

Yo no escribo odas. Escribo otras cosas, pero si pudiera escribiría seguramente una oda a la felicidad que tengo ahora. No a cualquier felicidad, a la de ahora y a la mía propia. Hablaría de mi hija jugando con cubos de tela y algodón, de mi mujer durmiendo de perfil en su almohada celeste con nubes blancas. Escribiría también una oda a las tazas bajas de café, otra a los envidiosos; a los tobillos y las muñecas, tan poco loados ellos por los poetas, y seguramente también una «oda al tipo de la librería que admira a un ladrón famoso». No se cómo sería la oda entera, pero esta podría ser una parte:

Entre todos los libros
no había encontrado
el traje de sombra
que le encaje,
en los hombros encorvados y
sin embargo valientes,
en el porte de joven romántico y 
derrotado pero
sin dramas que sufrir
en piezas alquiladas,
sin mujeres que prefieren
a otros menos flacos,
más pudientes. 
Lo  encontró en el diario
de hace unos días,
en la radio de los taxis,
en un futuro libro de saldo
que hablará del ladrón del siglo
que importará un mes o
una semana como mucho y
se sintió feliz de que tipos como ellos
existeran.